por Sor Carina Maria Minkarios
Mi viaje como voluntaria comenzó en 1998, cuando estaba en Jerusalén. Allí conocí a una mujer que se había inspirado en una visión para iniciar un proyecto destinado a alimentar a los pobres en Tierra Santa. Fui voluntaria en su proyecto durante un año, pero un pensamiento seguía rondándome la cabeza: Egipto, mi país natal, está abarrotado de gente hambrienta. ¿Por qué no estoy haciendo esto en Egipto?
La pregunta permaneció conmigo tras mi regreso a El Cairo. Y cuando supe que la mujer vendría a El Cairo a dar una charla, me apunté para asistir. Después de dar su charla, la mujer, a la que nunca había conocido en persona, se me acercó directamente y me dijo que tenía un mensaje para mí de parte de Jesús: quería que abriera una casa para dar de comer a los pobres. Aunque me sentí agradecida, también me sentí abrumada, y le expliqué que no tenía tiempo; mi trabajo como directora de escuela consumía mis días, y mis tardes las pasaba preparándome para el trabajo del día siguiente.
Empezamos discretamente a hacer la compra y a cocinar para algunas familias
No obstante, no ignoré el mensaje. Con el apoyo de dos mujeres, empezamos discretamente a hacer la compra y a cocinar para algunas familias desde nuestras casas. La ausencia de una base común y la escasez de tiempo hicieron que el trabajo fuera todo un reto, pero salimos adelante.
Cuando una feligresa local, que se iba a trasladar durante algún tiempo, se enteró de lo que estábamos haciendo, me ofreció su casa, pidiéndome únicamente que me ocupara de ella en su ausencia. Así nació Beth Myriam, en español “la Casa de María”, que marcó el comienzo de una forma más estructurada de alimentar y cuidar a los pobres.
Beth Myriam, en español “la Casa de María”
Beth Myriam empezó ofreciendo a unas pocas familias necesitadas una comida cocinada dos veces por semana y comida para llevar los demás días. Poco a poco fue creciendo hasta atender a más de 150 miembros de 33 familias. El local se utilizaba también para reuniones sociales y de oración de la comunidad y para la enseñanza, y se organizaban campamentos de verano para los niños.
Con la llegada de COVID surgieron nuevas complicaciones. Estaba sola, la casa estaba a menudo abarrotada de bolsas de la compra llenas de alimentos y suministros esenciales, y distribuirlos dentro de los límites del distanciamiento social requería una cierta dosis de ingenio.
Sin embargo, aprendí de la pandemia que gran parte del trabajo de Beth Myriam podía llevarse a cabo sin una casa. Así pues, la casa se cerró y yo he seguido, hasta hoy, entregando donativos en los hogares de la gente o encontrándome con ellos en espacios públicos, proporcionándoles alimentos, medicinas o ayuda para la escolarización de sus hijos.
Estoy comprometida con la misión que Jesús me confió
Además de continuar con el legado de Beth Myriam, he asumido funciones de voluntariado enseñando francés e inglés en dos escuelas para niños desfavorecidos desde que me jubilé de la dirección de la escuela. También voy a casa de ancianos que no pueden ir a la iglesia.
Trabajo seis días a la semana – ¡el domingo es mío! A veces estoy agotada y mis compañeras me dicen que baje el ritmo, pero estoy comprometida con la misión que Jesús me confió. Es mi forma de servirle y me siento bendecida por hacerlo.