por Sor Patricia (Pat) Fox
Crecí en una zona de asentamientos de soldados, donde había viviendas baratas y la mayoría de la gente que vivía allí eran trabajadores de fábricas. Todas las familias se mezclaban, independientemente de la religión o la política. Por lo tanto, mi postura más activista sobre cuestiones de justicia social fue una experiencia de aprendizaje anclada en esta base abierta y solidaria.
Para mí fue fácil tomar la decisión de ir a Filipinas
Mi camino como Hermana de Sion en el ámbito de la justicia social comenzó cuando creamos una comunidad en una zona de bajo nivel socioeconómico de Melbourne. Entablar amistad con madres solteras de viviendas sociales y ver cómo luchaban para sobrevivir, soportando indignidades endémicas del sistema imperante, me llevó a poner en marcha varios servicios, pero ninguno produjo el cambio necesario a largo plazo. Mi experiencia con los jóvenes y sus constantes luchas con el sistema judicial acabaron por convencerme a estudiar Derecho, pensando que esto podría ayudar, pero no tardé en darme cuenta de que muchas leyes están escritas por los ricos para proteger la propiedad, no para garantizar la justicia.
Al trasladarme a Filipinas, comprendí más en profundidad el neoliberalismo y su desprecio por las personas y el medio ambiente en la búsqueda de superbeneficios para unos pocos, cuyo resultado es una desigualdad masiva. Si alguien desafía el sistema, necesita la fuerza militar para defenderse.
Me trasladé en 1986, cuando la Congregación nos llamó a “ver el mundo con los ojos de los pobres”. Había conocido a una hermana filipina cuando estaba en Israel, y ella me había inspirado con su deseo de estar con su gente, que protestaba en la calle contra el régimen brutal de Marcos. Esto me hizo entender el significado de la “teología de la liberación” y me llevó a unirme a un grupo de solidaridad con Filipinas en Australia. Por eso, cuando la Congregación pidió voluntarios, para mí fue fácil tomar la decisión de ir a Filipinas.
Fui conociendo a los agricultores, pescadores e indígenas y nos hicimos amigos
Elegimos ir a una zona rural donde la mayoría de la gente vivía en la pobreza. A medida que fui conociendo a los agricultores, pescadores e indígenas y nos hicimos amigos —estando con ellos y escuchándolos—, me fui acercando a las enseñanzas sociales de la Iglesia y comprendiendo los llamados del Papa Francisco a ir a las periferias.
Me uní a ellos en las calles, donde podían unir sus voces contra las injusticias que sufrían y clamar el camino hacia una nueva sociedad en la que se respetara la dignidad de todos. Les ayudé con cuestiones legales y diálogos con funcionarios, recopilando documentos e información que pudieran utilizar. Vi cómo los atacaban, mataban, encarcelaban y acosaban por luchar por sus derechos, y me uní a grupos de derechos humanos que los defendían, apoyaban a sus familias y pedían justicia y libertad para todos.
Comprendí los llamados del Papa Francisco a ir a las periferias
Tuve la suerte de llegar a ser coordinadora nacional de los Misioneros Rurales de Filipinas, lo que me permitió hacer amistad con personas de zonas rurales a escala nacional y también conocer a los trabajadores y los pobres de zonas urbanas y sus problemas. Esta experiencia continuó cuando pasé al Sindicato de Trabajadores Agrícolas. Al ver los efectos de la minería, las plantaciones y las industrias contaminantes, llegué a comprender cada vez más lo que señala el Papa Francisco: que la preocupación por los pobres y la preocupación por el medio ambiente están intrínsecamente unidas. Mis experiencias también me enseñaron que trabajar por la justicia a menudo tiene consecuencias personales, pero estas no son nada comparadas con la riqueza y el privilegio de compartir la vida y las luchas de los pobres que trabajan incansablemente por el cambio.
Cuando miro hacia atrás, veo un camino que continúa, y me doy cuenta de que el triple compromiso de la Congregación —con la Iglesia, con el pueblo judío, y con un mundo de justicia, paz y amor— no es un compromiso con una obra, sino una llamada a una fe creciente en el Dios de la Historia que ya revela el Reino aquí ahora, pero todavía no plenamente; una llamada a ver el mundo con los ojos de los pobres a la luz de nuestra herencia bíblica, y a trabajar por un cambio sistémico, construyendo, juntos, una sociedad en la que todos puedan compartir la plenitud de la vida. Un camino que nunca termina.